martes, 9 de enero de 2018

Elegía a la indigencia

Hay cándida alegría en la mirada turbia del desvalido, de aquel indigente que ha tomado por destino las calles y los ríos de ciudades infames de noches rojas y blancas y amarillas. De soledades adornadas por dinero y automóviles, y jóvenes y ancianos, y esas cosas de edad media que viven el sueño profundo del mérito y la apariencia.

Enormes brechas sanjadas por la efímera magia de una mortífera libertad de bolsillo, dan a sus rostros (los de ellos) los gestos de los mayores y a sus mentes los estados oníricos del paraíso, mientras sus cuerpos se corroen por los vapores del Chanel y la descomposición de sobras de costosos alimentos.

Enérgicos e impúdicos emprenden diariamente recorridos de inconsciencia, en la entrega arrebatada de su aliento a obras sin sentido, en lugares ajenos y modernos, de hombres con corbatas de avioncillos y cafés expresos.

Satisfacciones fútiles, en las escasas horas y vigilias largas, desprendidas de lo importante, configuran lo bajo y lo llano de su sentido, y el propósito frío de caminar entre despojos con los pies calzados con vida de otros. 

Hay cierta alegría profunda en los que a diferencia de los anteriores, en medio de ciudades orgánicas, de luces blancas, y amarillas, y rojas; en medio de los despojos humanos ataviados de corbatas, y trajes y zapatos de tacón, hayan la anhelada paz en el Parnasso de su ser.