martes, 5 de julio de 2016

Expiación

No sin razón, la pena que le embargaba poco a poco mutaba en vergüenza, creciente y atiborrada, imperfecta; lista para dejar su cuerpo en el momento justo y cálido de la explosión. Tenía solo 23 años, una madre, un padre y dos hermanas. Creció en Damasco, en la ciudad de ese entonces, tranquila, llena de esperanza y fé, y de esos juegos infantiles, de tardes en la mezquita y de oraciones interminables a lo divino. 

Como todos los días, elevó sus plegarias al cielo, no obstante, esta vez con un fervor inusual, pensando en todo eso que quería y que después de hoy a las tres de la tarde dejaría de ser para él; su casa, su familia, las calles, el desierto, los velos, los hijos que tendría en el futuro, los encuentros clandestinos con sus compañeros, la redadas y las conversaciones sobre la liberación del mundo; los hechos presentes y pasados, y los futuros que ya no serían.

Al salir de su casa se dirigió al lugar acordado; allí encontró un chaleco acondicionado para cargar el artefacto que minuciosamente fue construido para la ocasión, lo conocía bien, el año pasado había recibido el entrenamiento necesario para fabricarlo; también sabía como usarlo, y del efecto de la onda expansiva que se generaba con la detonación. El instructor mencionó, lo recuerda muy bien, lo que ocurre con los más cercanos; "el mártir es el primero en irse, pero no sufre, se dirige directamente al cielo, como alfil de la liberación", mientras que los otros padecen los efectos físicos y un dolor terrible, generado por el abandono de sus espíritus.

Recordaba además que no debía dudar; los fieles no serían victimas, por el contrario, almas afortunadas que irían directamente al paraíso o en el peor de los casos, si sobrevivieran, encontrarían una razón para afirmar la necesidad de la ortodoxia en su vivir; mientras que los infieles, impúdicos y ofensores, de todas la edades, tendrían en su destino la redención.

Cuidadosamente, se vistió para su cita, tomó el chaleco, el artefacto, la camisa blanca, el pantalón, los calcetines, y sus zapatos. Se miró al espejo, y tras la elegancia de la ropa limpia, no observó otra cosa que a si mismo, asustado y preparado para el final. 

Eran las 11:00 a.m. y tenía apetito; y aunque pensó en lo absurdo que era satisfacer aquella necesidad, se dirigió al mercado para comer; pidió el plato que comúnmente preparaban cuando chicos en la casa de su abuela para disfrutarlo una última vez.  También pensó en las mujeres, en sus caricias, sus cuerpos y sus besos, en Rebecca, y en esa energía que solo sus suspiros poseen.

Luego solo pasó el tiempo, y al acercarse la hora, se dirigió solitario a la plaza principal, rezó nuevamente, y con un solo movimiento emuló al sol.